Quisiera evocar ese sentimiento incómodo que todos hemos tenido la oportunidad de explorar, en algunos momentos de nuestra vida; esas situaciones en las que nos hubiera gustado ayudar a otros a que superasen un obstáculo, y en las que nos hemos sentido totalmente desarmados. Todos recordamos la frustración vivida frente a la impotencia de sacar a un allegado de la encrucijada. ¡Qué difícil es ver hundirse a un ser querido, cuando nuestros gestos y palabras han logrado ayudar a tantos otros! La impotencia que podemos sentir en esos instantes es una lección de vida que nos recuerda que no podemos forzar al otro, por muy cercano que sea, a elegir, decidir o emprender cualquier cosa. Respetarlo es aceptar que, con todo el amor que podamos sentir por él, nos es imposible desviar su camino.
Cuando el sol brilla, no se preocupa de controlar lo que ilumina. La orientación de nuestra tierra, su topografía, nuestras edificaciones y la composición de las capas atmosféricas hacen que algunas zonas no expuestas se queden en la sombra. El amor que podemos emanar es un poco parecido a la luz del sol. Brilla en todas direcciones, sin necesidad de orientarlo o focalizarlo, tocando así a los más receptivos y no alcanzando a los más herméticos. Si nos obstinamos en doblegar una realidad, si intentamos hacernos con el poder, no será ya el corazón quien esté obrando, sino el ego, que intenta controlar aquello que no le pertenece.
A fuerza de empeño, no es extraño que el socorrista se hunda con la persona en dificultades, de tanto esforzarse por nadar contra corriente, en dirección opuesta a la vida. Dos muertos por el precio de uno. ¡No tiene ningún sentido! No hay honor en morir combatiendo, sea cual sea la causa. Dejemos esa consoladora gloria a aquellos que, por su espíritu guerrero, hacen del sacrificio una virtud. Por mi parte, estoy convencido que somos siempre más útiles vivos y realizados que sacrificados en aras del deber.
El sembrador sabe que no todos las semillas que expande sobre la tierra germinarán. Algunas encontrarán un suelo fértil que agrupe todas las condiciones favorables para su buen desarrollo, mientras que otras, estériles, quemadas por el sol, servirán de festín para los pájaros. Este azar de la germinación responde a leyes que escapan al entendimiento del sembrador. Pero, en lo profundo de sí mismo, confía en la vida, y sabe que el trabajo acometido con amor traerá globalmente sus frutos.
La impotencia no es un fracaso o una capitulación, sino una voz de alarma. Nos recuerda que intentamos controlar algo que no nos pertenece. Acoger la impotencia es soltar y aceptar lo que es, lo que no podemos cambiar. La impotencia está ahí, también, para traernos de vuelta a nuestro centro, con el fin de no dispersarnos, ni perdernos.
Cuando las palabras se agotan, cuando los gestos son vanos, queda entonces esa luz que emana de nuestro corazón y que no espera nada.
Algunos verán aquí resignación. Yo veo amor.