Sentir, sin dejarse invadir

Cuando se vive de cerca el malestar de la gente, o incluso un sufrimiento extremo, resulta vital no dejarse llevar por aquello que no podemos cambiar, por aquello que no nos pertenece, a riesgo de terminar agotados. Desgraciadamente, sin que el ser humano sea siquiera consciente, múltiples condicionamientos ancestrales lo empujan a cargar sobre sí mismo los tormentos de la persona desamparada, como si el hecho de sacrificarse por el sufrimiento ajeno fuera virtuoso o sirviera de alguna ayuda.

Será útil recordar que “sufrir con” es el leitmotiv de una organización religiosa que cultiva una forma de sadomasoquismo espiritual. “Pero el hombre nace para el sufrimiento, así como las chispas vuelan hacia arriba” Job 5.7. No se puede ser más claro. Y, a modo de insignia: ¡el cadáver del dirigente clavado sobre una cruz, para salvar a la humanidad! He ahí el recordatorio de nuestra deuda, que no deja rastro de duda acerca del lema de la casa. Las decenas de generaciones que nos precedieron han sido formateadas y adoctrinadas en el concepto dolorista. Aun cuando este perverso modo de funcionamiento basado en la rendición de cuentas y en la culpabilidad no nos haya sido transmitido a través de la educación, lo heredamos por línea directa de nuestros ancestros. Está, pues, profundamente inscrito en nosotros.

Pero ¿podemos ayudar a nuestro prójimo sufriendo con él? ¿Cómo podría la acumulación de un sufrimiento multiplicado por dos aliviar a nadie? Parece realmente difícil imaginar un concepto más aberrante. La experiencia ha demostrado siempre que aquel o aquella que se obstina en llevar a cuestas el fardo de la humanidad, termina, tarde o temprano, por hundirse bajo ese peso. Es, pues, responsabilidad de cada uno el deshacerse de ese condicionamiento hipócrita que lo lleva a “empaparse” de la desgracia ajena y a henchirse, hasta la saturación, de un peso que puede volverse insostenible.

Entonces, si es nuestro deseo: ¿cómo impedir que el sufrimiento ajeno nos hunda?

La teoría de la distancia protectora

Oigo a muchas personas hablar de la necesidad de “protegerse”, como si fuera necesario colocar el corazón detrás de un cristal blindado, para no dejarse invadir por el sufrimiento circundante. En cierta forma, sería como querer combatir la miseria sin osar acercarnos a ella. Pero, ¿en serio alguien piensa que podemos estar plenamente vivos ocultándonos así, evitando implicarnos o vincularnos afectivamente con nuestro entorno cotidiano? Por desgracia, es justamente eso lo que se defiende a menudo, sobre todo en el sector sanitario, donde se enseña a los futuros médicos una cierta distancia emocional, que puede derivar en frialdad glacial.

Esta teoría la he oído, frecuentemente, al principio de mis acompañamientos de final de vida, y sin embargo, nunca me convenció. ¿Cómo podía acompañar a personas en su partida, cómo podía abrirles mi corazón, marcando al mismo tiempo una distancia protectora? La idea me parecía incoherente y profundamente contradictoria. Abrir el corazón no implica en absoluto sufrir. En tales momentos de autenticidad, yo solo podía abrirme totalmente, o de lo contrario, tenía simplemente que renunciar. Por ello, no tuve en cuenta todas esas advertencias y me sumergí sin reservas en el acompañamiento. Para mi gran deleite, he vivido maravillosas historias de amor.

Superado ese obstáculo, he podido liberarme plenamente de aquel condicionamiento ancestral, y he comprendido que podía autorizarme sin restricción a sentir el sufrimiento de otros, desde el momento en que no intentaba llevarlo sobre mis hombros. El matiz puede parecer tenue, pero es esencial: “Sentir, sin dejarse invadir”. Podía estar en paz, con el corazón abierto al ser agotado y sufriente, sin que hubiera nada de malsano o de contagioso. Mi simple presencia aportaba oxígeno y ligereza a la pesadez de una cotidianeidad dolorosa. La complementariedad de nuestras situaciones demostraba ser enriquecedora para ambos.

Solo nos protegemos de nosotros mismos

Cuando descarté esas teorías protectoras absurdas, cuando me lancé a corazón abierto en el acompañamiento, pude comprender verdaderamente que cuando intentamos protegernos en situaciones así, en realidad no lo hacemos sino de nosotros mismos. No es del otro, sino de nuestras propias reacciones frente a lo que vive, de lo que nos protegemos. Es, pues, un espejo que nos devuelve nuestras propias heridas. Por supuesto, cada uno es libre de huir, colocando el peligro afuera, aun a riesgo a veces de caer en el conspiracionismo o en la paranoia. A mi modo de ver, es sin duda preferible acoger, como ser responsable, nuestros miedos y darles la palabra, para emprender un auténtico camino de sanación.

Resulta posible, entonces, percibir plenamente el sufrimiento de otros, porque no hace sino pasar. Nos toca profundamente, pero no nos invade, como una ola que nos atraviesa íntegramente sin que por ello nos hunda. Descubrimos, así, que podemos abrir nuestro corazón sin situarnos en un escenario de vulnerabilidad.