¿Son iguales el hombre y la mujer? No, no lo creo, formular eso sería reductor. Cada ser humano es único, posee sus riquezas, sus especificaciones, sus fuerzas, sus debilidades… La riqueza se logra pues a través de la complementación, y no a través de la igualdad.
Durante milenios, nuestra sociedad, y en especial las religiones, han confiado el poder a los hombres, sin tener en consideración a la mujer, limitando su campo de acción a las tareas domésticas y a la maternidad. No estoy hablando de historia antigua: el derecho de voto para las mujeres no fue acordado en Suiza hasta 1972. Y en materia religiosa, el hombre posee aún el monopolio, puesto que hasta hoy ninguna mujer está implicada en el poder dirigente, y ni siquiera puede acceder al sacerdocio. Todavía hoy, nuestras reglas gramaticales especifican que lo masculino triunfa siempre sobre lo femenino, sin que ello sorprenda a nadie. Esto demuestra hasta qué punto la supremacía masculina reina en nuestro mundo.
Este profundo desequilibrio lleva engendrando, desde hace décadas, numerosos movimientos de liberación de la mujer, que sin duda han hecho más daño que bien, en el sentido en que todos han intentado reivindicar el poder e imitar al hombre de forma caricatural, reductora, y en sus peores aspectos, cayendo así a menudo en lo extremo y en lo ridículo. Cuando se combate como reacción y por la fuerza una tendencia, se termina irremediablemente por nutrirla. El verdadero cambio empieza en el interior de uno mismo, y se hace de forma sutil.
Por supuesto, estoy a favor de la igualdad de derechos y obligaciones, y a favor del acceso mixto a todos los puestos de nuestra sociedad. Tan solo quiero decir que no se ocupa un lugar desde la revancha o mediante la batalla, sino haciendo valer la propia riqueza interior. Faltan aún muchos pasos por dar para cambiar las mentalidades, condicionadas tras decenas de generaciones, y este trabajo no puede hacerse en profundidad si no es con el tiempo.
En cada uno de nosotros cohabitan aspectos masculinos y femeninos, aunque desde la infancia, la sociedad nos haya incitado a desarrollar los correspondientes a nuestra identidad sexual, para ahogar la otra. La escuela de la frustración ha hecho estragos durante siglos. Solo hoy cobramos conciencia de la importancia de no rechazar uno u otro de esos aspectos, sino de equilibrarlos y unificarlos.
Nuestra identidad sexual es la predominancia física de nuestro ser, que en su globalidad está animado por el equilibrio de los componentes masculinos y femeninos.
La pertenencia sexual impuesta por los atributos físicos y las “buenas costumbres” (me refiero aquí a la heterosexualidad), lleva a menudo al ser humano a experimentar frustraciones, ya que rara vez se es totalmente heterosexual o totalmente homosexual. Aun cuando la búsqueda del sexo opuesto es el proceso más corriente y reconocido, la del mismo sexo nutre a menudo numerosos fantasmas inconfesables e inexplorados, puesto que es rechazado en masa y condenado desde hace tiempo por las religiones homófobas. Estoy por supuesto en contra de todo etiquetado o reducción sobre la forma de vivir y compartir la propia sexualidad, pues esta puede adoptar múltiples formas. Y estas no importan mucho, desde el momento en que el amor y el respeto se viven plenamente en la relación.
Es ilusorio pensar en cambiar el mundo de la noche a la mañana. Pero nuestra mirada sí puede cambiar de forma instantánea. Animo de forma entusiasta a cada uno y a cada una a explorar sus polos femeninos y masculinos, yin y yang, a acogerlos y a equilibrarlos. Para ello hay que hacer abstracción de los numerosos condicionamientos profundamente anclados que nos habitan.
Sé simplemente tú, desprende la armonía de ese equilibrio y vívelo plenamente en tus relaciones, nunca desde la provocación, sino solo en la realización.
El hombre no es pues igual que la mujer, afortunadamente para todos. Vivimos en un mundo de dualidad que nos permite aprender y experimentar la vida. Y en este mundo, el calor no reinaría sin el frío, lo alto no lo sería sin lo bajo, el día parecería insulso sin la noche, y claro está, el hombre no existiría sin la mujer.