La apertura, hoy, 7 de junio, de la Eurocopa 2008 suscita en mí una gran reflexión. Me recuerda, en primer lugar, la profunda aversión que siento hacia todo lo concerniente a los deportes de equipo, en los que dos grupos se enfrentan bajo los gritos fanáticos de una horda de hinchas empachados de odio y cerveza.
Desde mi más tierna infancia, me resulta insoportable asistir a ese tipo de espectáculo, ya sea frente a la pantalla o en un estadio. Y esto me lleva a la noción de competición, que obligatoriamente genera una forma de exclusión, y alimenta el fanatismo de los hinchas, llegando este a veces hasta el asesinato. No veo en ello nada de divertido y me siento profundamente ajeno a la idea de que un equipo tenga que perder, para que otro pueda ganar.
Siempre me he sentido ciudadano de la tierra, y esa noción elitista de pertenencia y de identificación con un equipo o con una nación me resulta simplemente inconcebible. A mi modo de ver, nadie es mejor que nadie, sino solamente rico en sus particulares diferencias. Vivimos en un mundo de separación y de conflicto, donde el ser humano está siempre midiéndose con otros, con la esperanza de poder demostrar su superioridad. Incluso a través del juego, dividimos, y dividimos, siempre, en lugar de reunir.
Esta primavera, banderas de muchos países engalanan los automóviles, ondeando orgullosamente sobre los laterales, al ritmo de cada estilo y velocidad de conducción. Encuentro interesante que los coches sirvan de esta forma de soporte. Sabemos que el automóvil, objeto propicio para la manifestación de numerosas formas de agresividad, simboliza a menudo el poder, la potencia y la dominación. Es, en cierta forma, una especie de concentrado de testosterona. Y en este sentido, esa imagen de vehículos decorados casa perfectamente con el ambiente que puede desprender un estadio caldeado por el desenfreno y los eslóganes de los hinchas.
Encuentro paradójico que esos seguidores defiendan obstinadamente a su equipo nacional, cuando el mismo está compuesto siempre por un buen número de jugadores extranjeros. Esto demuestra hasta qué punto el seudo-patriotismo por “nuestro equipo”, no es, por lo general, más que un pretexto para dar rienda suelta al fanatismo.
Por supuesto, en mi crítica, no degrado al deportista auténtico, el cual, si no se dopa, es casi siempre un artista, un juglar que despliega sus múltiples talentos. Pero, ¿por qué siempre han de demostrarlos a través de la competición? ¿Quién, finalmente, está interesado por la belleza del gesto, más que por la puntuación? ¿Es importante que la competencia esté asociada a una nación? ¿No puede lo deportivo existir simplemente por sí mismo, por su talento, sin tener que medirse?
Encontramos aquí el mismo mecanismo que anima a los movimientos religiosos y políticos. ¿Se puede tener una buena idea y hacerla valer sin tener que adjudicarle una pertenencia o asociarla a un color político? Imposible no es, ¡pero ciertamente resulta difícil! El ser humano posee el arte de dividir, de hacer acopio de etiquetas y de alimentar, mediante la exclusión, un sentimiento de pertenencia a un grupo político, deportivo o religioso.
La competición alimentada al extremo siempre se ha desviado, ya sea por medio de la trampa, el dopaje o el escándalo financiero. Y entonces, la sociedad de consumo se inmiscuye, sirviéndose del fanatismo de los hinchas para atiborrarse.
Por mi parte, me gusta jugar “con”, pero nunca “contra”. El juego o el deporte empiezan a interesarme a partir del momento en que se prescinde de la contabilización de puntos, desde el momento en que no hay, al final, ni ganador ni perdedor. No me importa en absoluto ganar, solo participar, divirtiéndome.
Saludo entonces la belleza del gesto de los verdaderos deportistas y me digo que si todo este arte se acumulara para construir, en lugar de para dividir a equipos y a seguidores, la humanidad daría un gran paso, y la finalidad no sería menos divertida.