Toda construcción estable y duradera necesita una base sólida. Al no encontrar su propia estabilidad interior, el ser humano se agarra vanamente a todo cuanto le rodea, e intenta edificar su vida sobre la fuga de sí mismo. Así, corre, intentando fijar lo efímero, buscando llenar con lo externo lo que se ve incapaz de encontrar en el fondo de sí mismo. Y mientras se deja acunar por las ilusiones, la realidad no deja de traerlo de vuelta a ese vacío insondable que lo habita. Cada vez que cree haber encontrado la felicidad, el suelo se oculta bajo sus pies.
Cuando falta lo esencial, la vida no es sino corriente de aire, y nada ni nadie puede llenar ese abismal agujero que se abre en el fondo de uno mismo. Todo intento externo termina, tarde o temprano, en sufrimiento. La dependencia afectiva es, sin duda, la vía más esperanzadoramente escogida para escapar a ese sentimiento de incompletud, y revalida, una y otra vez, su fracaso: Las parejas se forman y terminan por disolverse en el dolor y en la amargura, cada uno reprochando al otro no haber sabido colmar el propio abismo interior. Las relaciones se encadenan y el amor se pierde, siempre, entre las expectativas insatisfechas.
Cuando el ser humano tiene el estómago vacío, imagina un suntuoso festín. Cuando está vacío de lo esencial, inventa la sociedad fútil y materialista que conocemos, y se distancia un poco más aún de su naturaleza profunda, temeroso de la vida, que no hace sino colocarlo nuevamente frente a la incoherencia de su sistema de valores. Angustia, desilusión y miseria son el broche final de este naufragio anunciado. El mundo de sufrimiento que resulta de todo ello lo empuja a cubrirse de vendas, hasta adoptar el aspecto de una momia. Pero bajo ese vendaje, nada se cura, y el sufrimiento se incuba como la lava, esperando solo la primera falla para brotar y expandirse.
Desgraciadamente, nuestros enfoques terapéuticos tradicionales consisten a menudo en mirar hacia otro lado, en su intento reiterado de anestesiar clínicamente, o de enmascarar ese vacío a través de la acción y la sobreactividad mental. Pero en la fuga de nosotros mismos, la realidad termina siempre por atraparnos, y la plenitud nunca hace aparición. Esta medicina paliativa del alma, consistente en remendar y revestir, solo lleva, en el mejor de los casos, a una forma de supervivencia agotadora, pero en ningún caso a una curación profunda. La química es una droga que no repara, y que solo nos adormece un poco más, transformando la vida en una especie de coma artificial, cuyo único mérito es el de limitar el sufrimiento.
La felicidad no es el fruto de una búsqueda o de una acción, sino la simple manifestación de nuestra esencia. No se crea lo que ya existe, solo se lo permite emerger de las profundidades del ser. Únicamente podemos regresar a lo esencial mediante la introspección, sumergiéndonos hasta el fondo y sin reservas en lo profundo de nosotros. En esta búsqueda sincera y entera, la mente solo es un obstáculo, una máquina infernal. Y es que no hay nada que entender, nada que hacer, tampoco, si no es partir al encuentro de lo que tanto nos hace sufrir, afrontando miedos y heridas. Un proceso auténtico requiere mucho coraje. Para renacer a uno mismo, hay que estar preparado para morir, no físicamente, por supuesto, sino en la renuncia a lo que creemos ser.