No podemos vivir plenamente si no es en paz con la muerte. Esta es una evidencia que ha resonado en mí desde siempre, a pesar de estar en total contradicción con los valores y fundamentos de nuestro mundo moderno, que ha sido edificado sobre la negación de la mortalidad. Una sociedad incapaz de avanzar serenamente ante la idea de que cada vida engendra al mismo tiempo una muerte venidera es una sociedad gravemente enferma.
Estar en paz con la muerte no consiste en abrazar un concepto o una creencia cualquiera, sino en operar en uno mismo un cambio profundo. ¿Cómo puedo ser feliz de forma perdurable si coloco todos mis valores en el cesto de lo efímero? No puedo sino condenarme a la decepción y al sufrimiento. Mi cuerpo, mi coche, mi casa, mi cónyuge, mis máscaras y apariencias… todo termina irremediablemente por hundirse en la decrepitud. Si hago de todo ello mi razón para existir, esta solo me llevará a la desesperanza. Así, la miseria humana de nuestro mundo moderno es una elección inconsciente, pero no una fatalidad.
Estar en paz con la muerte es pues todo un programa, a veces un largo camino personal, una verdadera metamorfosis interior de la cual solo se puede salir más vivo. Todo empieza con esta pregunta introspectiva, a menudo incómoda si tratamos de responderla honestamente: ¿Qué es lo que puede nutrir realmente en mí una felicidad auténtica e indefectible? Si he pasado mi vida ocultando la muerte, mi respuesta a esta pregunta se parecerá a la nada, puesto que habiendo construido mi felicidad sobre todo aquello que se me retirará un día, no podré contemplar una felicidad que se salde de otra forma que con el sufrimiento. Esta dolorosa constatación a menudo se impone forzosamente tras un burnout, una ruptura, el anuncio de una enfermedad, un deceso… Entonces, ¿por qué esperar al tsunami para reconsiderar mi propio sistema de valores?
Cuando estoy en paz con la muerte, no vivo ya bajo el apremio opresor del tiempo que transcurre. Observo mi cuerpo, pero yo no soy este cuerpo que envejece. Es el joyero, pero no la perla. Mi felicidad ya no depende de él. Me permite surcar esta vida, y por ello experimento una inmensa gratitud hacia él. Mas no hace sino pasar, ya que desde mi nacimiento, mi cuerpo está condenado a morir. La regla del juego es ineludible. Mientras no pueda vivir serenamente y en plena conciencia y aceptación de mi mortalidad, me será simplemente imposible ser auténticamente feliz. Lo que yo entenderé por felicidad no será sino un simulacro, una mentira proferida a mí mismo en la ilusión sumamente efímera de escapar a la impermanencia de toda vida terrestre.
Cuando estoy en paz con la muerte puedo encontrar la felicidad en cada instante vivido, tanto en el ser como en la acción, en el amor que puede emanar de mí en cada instante, frente a un paisaje, una situación, frente a toda persona que se cruza en mi camino. El placer físico o material no está excluido de mi felicidad, contribuye a ella. Puede convertirse en depositario, sin ser nunca la fuente exclusiva. Yo no soy el joyero… Y, así, vuelvo a centrarme en mi naturaleza profunda e intemporal. La propia idea de morir se vuelve entonces una dicha que aporta aún más sabor al instante presente. Amo intensamente la vida, siento agradecimiento hacia ella y su final se me aparece como un sol que se pone, coronando el horizonte de una bella jornada que termina, el final de un camino abriéndose sobre un nuevo comienzo.
La muerte es el espejo del nacimiento. Se nos aparece de una forma distinta porque la observamos desde otro ángulo. Pero el nacimiento y la muerte son sinónimos, una misma realidad ineludible. Cada ser es libre de renunciar al sistema de valores que lo mantiene sujeto al sufrimiento y a la ilusión.
Si la muerte te aterra, afróntala, mirándola de frente. Lo que de aterrador puedas encontrar no es sino la suma de tus propios miedos reprimidos, tus angustias. Cuando te hayas liberado de ellos, podrás al fin vivir, si esa es tu elección.