¿De dónde viene ese impulso, esa necesidad imperiosa de mentir? ¿Es posible y fácil no recurrir a la mentira? ¿Qué nos aporta la mentira?
Cuando la evocamos, casi siempre lo hacemos en referencia a otros. Y sin embargo, a quien principalmente mentimos es a nosotros mismos. La mentira hunde sus raíces en la falta de respeto por uno mismo. Desde ese momento, empezamos a expresar ante los demás palabras que no traducen nuestra esencia verdadera, con el fin de mantener una aparente coherencia, que no es más que una fachada, tranquilizadora, la falsa imagen de nosotros mismos que deseamos mostrar.
Una vez atrapados en el engranaje, nos creamos la obligación de mantener dicha apariencia y entramos en el juego de la mentira. A menudo, lo hacemos por temor a ser quienes somos, por miedo al rechazo y sobretodo bajo el influjo de los numerosos condicionamientos que nos habitan. Mentir es tan solo una forma de no asumir lo que somos.
La mentira engendra mentira, pues cuando nos servimos de ella, no podemos sino añadir más, subiendo la puja para mantener esa frágil apariencia, aun cuando esta suene casi siempre falsa. Todos los seres humanos recurren a esta forma de funcionamiento, con mayor o menor frecuencia. La fuga es una alternativa a la mentira, más fácil a primera vista, pero aún más solapada y costosa de asumir en el tiempo.
Nuestra educación está basada en la mentira. No nos enseñan a ser nosotros mismos, sino a convertirnos en “estándares”. Nos empujan pues, rápidamente, a mentirnos, a condicionarnos, a convencernos de que somos algo que no hemos pedido ser. Por lo mismo, algunos piensan que aman su trabajo, su forma de vida, a su pareja…, mientras que en su fuero interno están abismalmente lejos de sus aspiraciones profundas.
El condicionamiento a ultranza engendra la mentira. La suma de condicionamientos familiares, escolares, sociales, religiosos y morales es mucho más grande de lo que podamos imaginar. Si bien dichos condicionamientos logran convencer a la mente de una felicidad ilusoria, no alimentan nuestro ser profundo, que se refugia a menudo en valores materiales, económicos o fútiles, dejándose marchitar por dentro.
Este tipo de mentira es sin duda la más difícil de destapar. Algunas personas se mienten tan bien a sí mismas que están convencidas de ser felices. Es a menudo más fácil convencerse de ello que cuestionarse la propia vida. Pero mentirnos a nosotros mismos lleva inevitablemente a la acritud, a la frustración, al arrepentimiento y a la carencia, y de ahí a la enfermedad, que es una de las primeras señales de alarma de nuestro ser.
Pero, entonces, ¿cómo desactivar este modo de funcionamiento cargante e invasor?
Solo un trabajo personal e introspectivo puede día a día permitirnos expresar progresivamente nuestra verdadera naturaleza, sin miedo al juicio ajeno, sin miedo al “qué dirán”, sin miedo a ser rechazado, sin miedo a herir. Y, entonces, sin combatirla, la mentira se atenúa y desaparece, poco a poco, de nuestros hábitos. La mentira no es el problema, es solo la consecuencia de la dificultad de ser nosotros mismos. Inútil, pues, tratar la consecuencia sin preocuparnos de la causa.
La mentira es, por tanto, la manifestación de un malestar y no la enfermedad. La mentira no aporta nunca nada a otros, solo nos sirve a nosotros mismos, el tiempo de enredamos todavía un poco más.
Proteger a alguien no es ayudarle. Aun cuando la verdad pueda ser dolorosa, a veces, hiere siempre menos, a largo plazo, que la mentira. La hipocresía no evita el sufrimiento, solo lo aplaza y lo alimenta. Sé, pues, plenamente tú mismo, y la mentira desaparecerá. Se trata aquí de expresar nuestra propia verdad y no la de los otros, ni la de una sociedad que no refleja nuestro ser profundo.