No soy sexólogo, pero el asunto me apasiona, y he pasado mucho tiempo observando, sin juicio, los comportamientos humanos. Tanto en acompañamientos, como por internet (el carácter anónimo favorece la confidencia), he dialogado con personas en búsqueda, inmersas en cuestionamientos y hasta en sufrimientos. He podido practicar la escucha en lugares de encuentros, y he podido tomar el pulso de todo el descorazonamiento que se oculta, a veces, tras necesidades tales como encontrar el alma gemela, satisfacer una pulsión sexual, o incluso vender el propio cuerpo.
A menudo, es muy difícil conciliar los sentimientos amorosos que puede inspirarnos un ser querido con los deseos o fantasías sexuales que pueden hervir interiormente. Una relación que debute con fuertes sentimientos tendrá, asiduamente, dificultades para realizarse después en el plano físico; como si la dimensión sexual entrara en contradicción con los sentimientos, y viniera a empañar la pureza de la relación. No lo afirmo como teoría, sino como una constatación basada en múltiples testimonios.
De ahí la incapacidad de vivir una relación placentera en un sentido amplio. Numerosas personas emparejadas, o muy unidas en el plano sentimental, reconocen buscar encuentros sin futuro para satisfacer, en secreto, pulsiones o fantasías que no osarían por nada del mundo confesar a su compañero amoroso. Satisfacer esas necesidades con el ser amado les parece, simplemente, inconcebible, por profundamente irrespetuoso e indigno de la belleza de su relación (cito palabras que acuden frecuentemente).
Se oye decir, habitualmente, que una sana relación debería debutar sobre la base de fuertes sentimientos, para seguidamente evolucionar hacia la sexualidad… Yo mismo estuve convencido de ello durante mucho tiempo. Pero, tras mucho observar, constato que relaciones que empiezan como “pura historia de sexo sin futuro”, y evolucionan en el plano sentimental, alcanzan incluso una mayor armonía, después, tras haber podido explorar el sexo abiertamente y sin tabúes. Abandoné, pues, todos mis principios sobre el tema.
Las fantasías asustan a un gran número de personas, por cuanto parecen estar generalmente en las antípodas de nuestra naturaleza profunda. Así es como esas pulsiones insatisfechas se asocian al “mal”, y en consecuencia, se entierran más profundamente todavía, como algo vergonzoso que hay que esconder, imperativamente, y desechar. De ello resultan frustraciones crecientes, puesto que nada de lo que nos habita puede ser ocultado, sin convertirse en bomba de relojería. Ya conocemos el peligro de la olla a presión, cuando la presión interna no deja de aumentar. Podemos también observar los destrozos y desvíos que causa una frustración sexual impuesta. Las personas que se casan o eligen el sacerdocio, creyendo así huir de los deseos que se salen de la norma, terminan, tarde o temprano, viéndose atrapados por sus pulsiones.
Desde mi visión particular sobre el ser humano y sobre la dualidad, prefiero ver esas fantasías como parte de nosotros que piden ser amaestradas y exploradas, en la plena conciencia de lo que son: un complemento del ser que somos cotidianamente, más allá de nuestras creencias limitativas sobre el bien y el mal. En la vida, toda experiencia es más rica si es vivida en todos sus aspectos. No podemos conocernos realmente si ocultamos partes de nosotros, partes que solo piden, muchas veces, ser trascendidas por la experiencia.
Algunos que han osado dar el paso, después de décadas de contención, constatan con sorpresa que la fantasía, una vez satisfecha, no posee ya interés, y se asemeja a una pelota deshinchada. Es vivida entonces como una liberación. Otros descubren verdaderas revelaciones, encerradas hasta entonces en una moral culpabilizante. No obstante, pocas de esas personas se atreven, después, a abordar este tema tan delicado con su compañero amoroso, y prosiguen, desde entonces, una doble vida. Aquellos y aquellas que tienen el coraje de romper con el tabú pasan a veces por seres perversos y se dan de bruces contra la incomprensión.
La responsabilidad de ese desastre incumbe, evidentemente, a las religiones, que se han esforzado durante siglos en demonizar el placer, en manchar la sexualidad, restringiéndola al uso exclusivo de la procreación, obligándonos así a renegar de nuestras necesidades fisiológicas elementales. Han llegado incluso hasta el punto de elevar al rango de santo a perversos que practicaban la autoflagelación con el fin de reprimir sus legítimos deseos. Pero nosotros no somos prisioneros de esa triste herencia, y el solo hecho de tomar conciencia de ello nos permite ya distanciarnos de esa culpabilidad ancestral, para liberarnos de ella, progresivamente…
Fuera este trabajo personal, no tengo grandes consejos que dar, más que el de explorar libremente la propia sexualidad tan pronto como la necesidad se haga sentir, respetando, por supuesto, los límites del otro. Animo a abordar, lo antes posible, el aspecto sexual, cuando se inicia una relación, expresando lo más abiertamente posible los propios deseos, necesidades y fantasías. Dado que, cuanto más tiempo pasa, más se dificulta la apertura hacia un diálogo auténtico sobre el tema.
Y aunque el papa Juan Pablo II haya hecho correr su sangre, practicando la autoflagelación, yo no veo ahí ni la sombra de un modelo a seguir…