¡Qué bueno es desplazarse libremente y poder, así, explorar el mundo! Por mi parte, conduzco “Baechler” desde hace casi medio siglo, y hasta hoy, estoy más bien satisfecho, a pesar de un kilometraje bastante alto y suspensiones que ya no son las que fueron… Ya lo habrás deducido: no hablo de mi coche, sino de mi vehículo terrestre, llamado comúnmente “cuerpo físico”.
Me gusta mucho este paralelismo entre ambos, porque es muy significativo. Nuestro cuerpo es una envoltura física que nos permite explorar la encarnación. Lo tomamos prestado durante una vida, sabiendo que al término de la misma tendremos que devolverlo. Un poco a semejanza de las muñecas rusas, nuestro vehículo terrestre elige, frecuentemente, otro vehículo llamado “coche”. Es muy interesante observar hasta qué punto el ser humano se identifica con él, al igual que nosotros nos identificamos con nuestro cuerpo físico.
¿Te has dado cuenta de que un conductor se expresa casi siempre en primera persona cuando habla de su coche? Oímos a menudo: “he pinchado” (un neumático de mi coche está agujereado), “estoy seco” (el depósito de mi coche está vacío), “he calado” (el motor de mi vehículo ha calado), “mi retrovisor está roto” (el retrovisor de mi coche está roto)…
Al volante, un buen número de seres humanos ya no existen como tales. Se convierten en ese objeto sobre ruedas, con sus mismas apariencias, y con su potencia disimulada bajo el capó, como si el coche se convirtiera de repente en una prolongación de sus extremidades corporales. Basta con observar a algunos conductores al volante, para verles metamorfosearse en un trato recíproco de agresividad y de dominación vial. La cantidad de insultos que se emiten en las carreteras es impresionante, cuando las mismas personas que los profieren, fuera de su vehículo, y en otro contexto muy distinto, son a menudo mansas como corderos. Todo ello demuestra hasta qué punto el ego puede llegar a apoderarse de las apariencias externas, con el fin de marcar su todopoderosa e ilusoria superioridad.
Podemos, pues, constatar numerosas similitudes entre nuestros vehículos terrestres y nuestros vehículos motorizados: los dos tienen una duración de vida muy variable, pero siempre limitada; los dos están expuestos a los accidentes, a las averías imprevistas y a los defectos de serie; y se puede dar el caso, también, de que un coche sufra un siniestro total, al igual que un cuerpo humano. Al comprar un coche, somos plenamente conscientes de que este nos acompañará durante un trozo de camino, así como de que habremos de separarnos algún día de él, porque ya habrá simplemente consumido su tiempo de vida. Pero ¿somos conscientes de que en cada momento ocurre lo mismo con nuestra envoltura física?
He aquí una realidad muy diferente, rechazada por gran parte de la humanidad. El conductor, al volante de su coche, es capaz de recordar que él no es su coche, pero el ser humano se pierde a menudo en la ilusión de existir únicamente a través de su cuerpo, negando la evidencia de que cada nacimiento es una muerte programada. De esta forma, hace de su vida un fin en sí mismo, asiéndose a su juventud en la negación de su ocaso, viviendo la vejez natural de su cuerpo como un sufrimiento de cada instante, y agarrándose a apariencias fútiles que terminan inevitablemente por situarle, un día, frente a la impermanencia de su condición humana. Ante esta triste perspectiva, el dolor y la desilusión hacen siempre aparición.
Para mí, honrar la vida es agradecerle cada día este vehículo, por todas las cosas que me permite experimentar, sin necesidad de apegarme a él o de idolatrarlo. Es una valiosa ocasión de explorar la fisicalidad, y en ese sentido, le debemos mucho. Sin embargo, también envejece a lo largo de su recorrido, y emplear toda nuestra energía en negar esa evidencia, intentando evitar el desgaste natural, no es más que pura pérdida y decepción futura, porque el final es insorteable. Disfrazarlo para ocultar su realidad me parece una broma de mal gusto y algo así como la señal de una profunda negación de la realidad.
Lo que la gente ve, al mirarnos, es por supuesto nuestro físico -que tiene la edad que tiene-, pero, ante todo, es aquello que desprendemos a través de nuestra mirada, de nuestra actitud, de la emanación de nuestro ser en el más amplio sentido. Podemos pues elegir perder nuestra alma tratando de salvaguardar las apariencias, o ser plenamente nosotros mismos, independientemente de la edad de nuestras arterias. ¡Cuanta más belleza se desprende de un ser auténtico que no de una persona acartonada por múltiples restauraciones de fachada! La frescura y la belleza no tienen nada que ver con nuestra edad física.
Un cumpleaños no debería ser el duelo de un año de juventud que se marcha, sino la celebración de un año de riquezas que llega. Vivir en esta conciencia de que cada viaje tiene un principio y un final es una clave indispensable para la felicidad, por cuanto nos impulsa a estar más vivos, y a adoptar un sistema de valores más auténtico. El mundo de las apariencias solo es un sueño ilusorio donde el ser humano intenta refugiarse mediante la fuga. Y, sin embargo, de cualquier sueño hay que despertar un día. ¿Por qué, entonces, esperar? ¡Cuánto más intenso y enriquecedor es vivir conscientemente!