La autoburla es una valiosa herramienta. Me divierto mucho observando, por ejemplo, la idea subjetiva que los demás se hacen de mí al leer mis artículos, o tras la publicación, incluso, de una foto en Facebook. Es una excelente oportunidad para tomar distancia de nosotros mismos y recordarnos que nuestra imagen no nos pertenece, pues no tenemos ningún control sobre la forma en que los otros nos perciben.
Para que un mensaje pueda ser acogido, el ser humano necesita adjudicar a su autor una fachada, una personalidad, una pertenencia. Las mismas palabras no tendrán en absoluto el mismo impacto si vienen de un científico que si provienen de un papa o de un mendigo. Para dar sentido a un texto, el lector debe pues forjar una identidad a su autor, y a veces, incluso, prestarle algunas supuestas intenciones. Tiene esa necesidad compulsiva de agarrarse al recipiente antes que al contenido. Y antes incluso que se tome la molestia de probarlo, ya le ha pegado una etiqueta al envase.
Me he expresado ampliamente estos últimos meses sobre el tema de la sexualidad, denunciando la hipocresía que se oculta tras la institución del matrimonio y la obligación de fidelidad, evocando abiertamente las nociones de poliamor y de identidad sexual… Mantener semejantes discursos ¿podría ser una forma de justificar mis propios comportamientos? Sé, por los ecos que me llegan, que tales suposiciones avanzan… ¡No se abordan temas así si no es porque uno mismo está implicado! Se me ha acusado incluso, a veces, de incoherencia en mis palabras, porque rechazaba relacionarme con personas que esperaban algo de mí. Interesante, ¿no? ¿Debería uno, por espíritu de coherencia, ofrecerse a la tierra entera porque defiende una apertura en materia de amor o de sexualidad?
Aun cuando me he tomado la molestia de explorar abundantemente el ámbito de las relaciones amorosas o sexuales, resulta que, desde hace unos años, la mejor forma para mí de observar los comportamientos humanos es tomando distancia. Después de haber explorado valles y montañas, nada es más valioso que la vista desde el cielo, para completar la visión. Viví concretamente esta experiencia iniciática el día que obtuve el permiso de piloto de helicóptero. Pude entonces relativizar tantas cosas y enlazar esos lugares explorados que me parecían todos separados, los unos de los otros. Esta visión aérea despertó en mí un gran sentimiento de unidad. Ya nada estaba separado, pues todo formaba parte de un mismo plan, de una misma realidad, de un mismo tejido donde las fronteras son solo ilusión. Creo que ocurre lo mismo con la vida. Nada es más valioso que la experiencia, primero, y el distanciamiento, después, para integrarla.
¿Me convierte una simple foto sacada sin intención alguna en mi terraza, un día de agosto de 2013, en un seductor, en un ángel o en un diablillo? ¿Hay que encontrar en mi mirada un aire de dulzura, de malicia, de seducción o de sabiduría? El despojo enciende la imaginación. Pero ¿quién se oculta detrás de esta forma desnuda? ¿Cuáles son sus intenciones?… Paradójicamente, cuanto menos me identifico con este efímero envoltorio físico, más observo la importancia que puede revestir para otros…
Cada uno construirá la imagen que necesite tener de mí para poder acoger o rechazar mis palabras. Según su elección, hará de mí un sabio que esclarece, o el anarquista que destruye. Si esta imagen puede ayudarte a avanzar, entonces, será la mejor. Pero, sobre todo, no olvides deshacerte de ella el día que ya no la necesites, de lo contrario podría ser una carga en tu camino.
La imagen que los demás se hacen de nosotros no nos pertenece, solo a nuestro ego le gusta preocuparse.