La ausencia de juicio es a menudo mal percibida en una sociedad en la que todo el mundo tiene que tener una opinión sobre todas las cosas. Ya se hable con el vecino, con el compañero de trabajo, o con un miembro de la familia, las críticas estallan en todas direcciones; como si para existir hubiera que pasar todo el tiempo juzgando a todo el mundo. Las suposiciones alimentan ideas preconcebidas, que se cuentan y se divulgan hasta caer en los clichés. En la mayoría de los casos, el ser humano juzga, sin saber, simples hechos referidos por los medios de comunicación -quienes destacan por su arte de envasar información- o por vecinos ávidos de anécdotas picantes. Juzgar es un deporte, una distracción, por no decir una razón para vivir entre numerosas personas.
Detrás de esta triste realidad, alimentada por un ego dominante que busca tranquilizarse, se esconde una gran pobreza interior, así como una profunda falta de humildad. ¿Cómo podemos juzgar lo que observamos desde el agujero de una cerradura con nuestras gafas deformantes? ¿Quiénes somos para decidir qué es bueno y qué es malo? Y esto nos lleva a la visión del bien y del mal ampliamente vehiculada por las dos grandes organizaciones religiosas que han dividido y sembrado la guerra sobre nuestro planeta. El ser humano es el único organismo vivo que se pasa el tiempo juzgando, a semejanza del dios que él ha creado.
A mi modo de ver, la humanidad se enriquece de experiencias de vida que, en lo que a mí respecta, no siento necesidad de juzgar. Cada ser evoluciona en la interacción, según sus propias fuerzas y heridas, privilegiando en algunas ocasiones su luz interior, refugiándose, en otras, en sus partes de sombra. Personalmente, no tengo opinión sobre el prójimo, y eso molesta enormemente. Y es que, cuando no se juzga, numerosas personas comparan erradamente ese no-juicio con una forma de aval, como si el hecho de ver al ser humano que se esconde detrás del tirano fuera una forma tácita de aprobar sus actos. Para muchos, el juicio es un medio para definirse: “Si quiero demostrar que soy bueno, debo condenar a los malos”.
El juicio es el carburante de todos los conflictos étnicos, políticos y religiosos, divide profundamente a la humanidad, alimenta el miedo y el odio, absorbiendo una increíble cantidad de energía vital. Yo prefiero observar, antes que juzgar. Tengo cosas mejor que hacer con mi tiempo que atizar polémicas en las que cada uno pretende poseer la verdad mientras juzga la de otros.
El no-juicio no implica renunciar a nuestra personalidad, o estar menos vivo. Nuestros gustos y preferencias no son juicios. “No me gusta la carne” es la afirmación de un gusto personal, mientras que “la carne es nociva” es un juicio. Si mi discernimiento me lleva a descartar un texto, no por eso lo juzgo. En cambio, si afirmo que este texto es discriminatorio, estoy en el juicio. El juicio siempre es un veredicto inapelable, una condena absoluta, mientras que la expresión de nuestros gustos y preferencias no excluye las de otros, que pueden divergir de las nuestras. El matiz es sutil y sin embargo fundamental.
Cuando encuentro a alguien, ya sea un criminal o un político, mi único interés es el de poner de relieve lo que brilla en él. Y la luz siempre está ahí, a veces débil y vacilante, otras veces, más intensa. Cuando abrimos nuestro corazón sin juzgar, el ser puede revelarse en toda su complejidad. Así nace la compasión*, que no es otra cosa que un aliento de amor exento de juicio.
La piedad es un sentimiento a veces altanero que puede despertar una forma de miseria y de repulsión, mientras que la compasión, yo la percibo como la expresión de un amor incondicional.
* Estoy en total desacuerdo con las definiciones de los diccionarios, que generalmente presentan los vocablos “compasión” y “piedad” como sinónimos.