La teoría del género es un concepto que data de los años 70. Rechaza el determinismo biológico, afirmando que nuestra identidad sexual se construye desde el nacimiento, con independencia del ser físico sexuado que somos. Esta teoría, a menudo utilizada como ideología al servicio de las causas feministas u homosexuales, agita los entornos religiosos y conservadores, para los cuales la identidad sexual es indisociable de nuestra realidad corporal. Personalmente, solo puedo apoyar la teoría de género en el plano del no-determinismo biológico, que comparto plenamente.
A mi modo de ver, cada ser humano es único, independientemente de su sexo biológico y de su orientación sexual. Querer utilizar la teoría del genero, pretendiendo demostrar que la identidad sexual es solo el fruto del contexto socioeducativo en el que el ser se construye, me parece simplista y reductor. Personalmente, tengo la íntima convicción de que la identidad sexual es innata y se revela a lo largo de las múltiples experiencias que nos autorizamos a vivir… si es que nos las autorizamos.
Dicho esto, pienso que nuestra identidad sexual nunca es absoluta, y se sitúa en algún lugar del sutil samblaje de los polos femenino y masculino que nos animan desde el nacimiento. A estos se les evoca normalmente como ying y yang, dos fuerzas opuestas en la dualidad, y a la vez complementarias. Pese a que pueda más o menos predominar una identidad, nuestras atracciones fluctúan a través de los encuentros, pudiendo despertar tanto nuestra parte masculina como la femenina. Pero, por condicionamiento social, la mayor parte de la humanidad se alinea inconscientemente con el modelo tradicional, que quiere que nuestra identidad sexual sea absoluta e idéntica a nuestro sexo biológico.
Entre las personas circunscritas a esta normalidad llamada “heterosexual”, muchas de ellas sienten, en un momento u otro, las ganas de explorar “el otro polo”, pudiendo experimentar deseo hacia otra persona del mismo sexo. Esta realidad, a menudo culpabilizante, y rara vez confesada, lleva a la persona a cuestionarse y a inquietarse por su pertenencia sexual, ya que aquella se sale del esquema tradicional. Algunas eligen la frustración en el inmovilismo, mientras otras dan secretamente el paso hacia la exploración, en paralelo a la relación principal.
Me parece evidente, pues, que no debemos influir en nuestros hijos sobre la forma en que ellos van amaestrando su identidad sexual, confirmándoles rápidamente que la noción de amor no se reduce a un pene y una vagina: que amamos, ante todo, a un ser humano. El papel de los padres no debe ser, en mi opinión, el de imponer un modelo determinado al niño, sino el de animar, en la más amplia neutralidad, a explorar libremente su sexualidad, con el fin de que se construya en plena conformidad con su identidad sexual. Todo condicionamiento paterno es una tara de la que más adelante hay que deshacerse.
Para elevarse por encima de las creencias populares, es necesario empezar por reconocer que nadie es fundamentalmente heterosexual u homosexual. Solo la relación que podamos vivir en el instante presente es biológicamente heterosexual u homosexual, pero no el ser humano, que por naturaleza se esfuerza en encontrar, a lo largo de su vida, su propio equilibrio entre sus partes masculina y femenina.
Deploro esa triste necesidad de encerrar la propia sexualidad en un gueto a menudo caricaturesco. Militar a favor de la causa homosexual, so pretexto de apertura y tolerancia, puede convertirse en otra forma de encarcelar y alimentar la esfera homófoba. No es posible, pues, defender nuestra identidad sexual, solo afirmarla libre y abiertamente, sin superfluas etiquetas.
Como complemento a este artículo: Teoría del género e identidad sexual (complemento)