Se diría que el ser humano no extrae mucha satisfacción personal del transcurrir del tiempo, y la edad se convierte, con el paso de los años, en un tema cada vez más doloroso y tabú.
Vivimos en un mundo de apariencias, donde resulta conveniente ofrecer una buena fachada que oculte lo esencial, cubriéndolo de pintura y de ropas a la moda, recurriendo, según la necesidad, a alguna intervención quirúrgica para parecer… lo que no somos. Por lo general, esta búsqueda no está sembrada más que de insatisfacciones puesto que todos los esfuerzos se invierten en contra de nuestra naturaleza humana, que según las últimas novedades, está concebida para… envejecer.
Las apariencias han ganado un lugar preponderante en nuestra sociedad, hasta el punto de que numerosas personas se identifican totalmente con su envoltorio físico, su vehículo, olvidando que algo más elevado las anima, ese algo que, por su parte, es intemporal.
Pero, ¡hay que aparentar! Nos lo enseñan desde la infancia y a lo largo de toda la vida. La publicidad y los medios de comunicación añaden su granito, induciendo al ser humano a identificarse con modelos enfermos y esqueléticos. La mirada de los otros adquiere pues un lugar predominante, desproporcionado.
Aun cuando pueda parecer simplista en un primer momento, me gusta comparar al ser humano con un coche. Observa la tendencia que tiene a identificarse con su vehículo, hasta el punto de hablar de él en primera persona del singular: “Estoy seco” (no hay más gasolina en el depósito). “He pinchado” (la rueda de mi coche ha pinchado), “He calado” (el motor de mi coche ha calado), “Me han dado en la puerta derecha” (la puerta derecha se ha estropeado), y así seguido.
A menudo, el conductor se funde con su vehículo, pasando a ser parte integrante del mismo, y formando con él uno solo. Pero resulta que el coche envejece y muestra signos de desgaste, debilidades, y las reparaciones no bastan ya para evitar que un día termine en el desguace. El vehículo muere, se recicla y desaparece. Pero nosotros seguimos con nuestra vida, y si nos apetece, volvemos a encontrar otro vehículo completamente nuevo, y volvemos a salir con él a dar una vuelta…
Si pudiéramos aceptar en el fondo de nosotros mismos que la vida no es sino movimiento perpetuo, y que nuestra dimensión humana actual no es más que la forma pasajera con la que hemos elegido vestirnos, sea cual sea su duración… Entonces, todo se vería de otro modo. ¿Y si nos esforzásemos en valorar la esencia que nos habita y hacerla brillar a nuestro alrededor, en lugar de disfrazar nuestro cuerpo, condenado a muerte desde el nacimiento?
La auténtica juventud es la emanación de aquello que brilla en lo más profundo de nosotros. He visto a gente de veinte años extremamente viejos y agriados, y he visto a otros de ochenta años “en plena adolescencia”. Yo mismo me siento mucho más joven que a los veinte años, y por nada del mundo quisiera cambiar de edad, ya que hoy soy yo mismo. Muchas personas que me conocieron diez años atrás, o más, por ejemplo, ya no me reconocen en absoluto cuando me las cruzo por la calle. Esto muestra hasta qué punto nos identificamos no solo con la apariencia física de una persona, sino también con lo que esta desprende.
Una persona que rechaza su edad desprende algo como falso, emanando de ella esa lucha feroz de cada instante por rechazar su aspecto natural. No es auténtica. La que, pese a la carga de los años, brilla e irradia desde el interior es infinitamente más rica en la belleza que emana. Si supieras cuánta belleza he encontrado en las personas que se hallan al final de sus vidas, aun cuando sus cuerpos físicos, tumefactos, roídos y magullados estaban en su último extremo.
La edad no tiene importancia, es justo una medida terrestre, un punto de referencia que puede sernos útil si es bien utilizado. No hemos nacido necesariamente para morir viejos. Hacer durar la vida el mayor tiempo posible no es una meta absoluta. Una vez más, ¿por qué no privilegiar la calidad en lugar de la cantidad? ¿Preferimos unas largas vacaciones morosas o un maravilloso fin de semana regenerador?
Por supuesto, nuestra sociedad, que se basa en la competición, es un mundo de valores falseados que excluye a las personas conforme avanzan en edad, en lugar de integrarlas en complementación con las más jóvenes. En nuestra juventud, es fácil valorarnos (ficticiamente) a través de nuestra profesión, pero con el paso de los años se hace vital existir para uno mismo, dado que la sociedad nos gratifica cada vez menos. Entonces, no esperemos ese rechazo programado, para saber lo que valemos y para descubrir todas las riquezas ignoradas que habitan en nosotros… con independencia de nuestra edad.
Empieza por desnudarte ante el espejo y por agradecer tu cuerpo, sea cual sea su apariencia física, sin juzgarla. Luego, acepta que está para servirte durante algunas décadas, que tú no eres este cuerpo, que solo depende de ti cuidarlo y respetarlo, pero también que un día tendrás que proseguir tu camino sin él, para nacer a otra forma de vida.
La hoja nace en primavera y muere en otoño, pero el árbol persiste e irradia su belleza con independencia de las estaciones. Y cuando el árbol muere, el bosque se renueva… Del mismo modo, nosotros existimos, simplemente, con independencia del tiempo, sin principio ni fin. La vida se transforma, pero nunca muere.
Y nosotros somos la vida…