Recientemente, quedé con una persona que tenía necesidad de hablar. Escuchándola atentamente, la oí relatar extensamente su vida de sufrimiento, sus primeros años de existencia hasta su enfermedad, pasando por su matrimonio, sus hijos y sus nietos. Todo era sufrimiento en sus palabras, y ella lo evocaba con mucho fervor y entusiasmo. A veces, intentaba ayudarla a ver los momentos felices, como por ejemplo: los logros de sus hijos, el amor que estos le manifestaban… Pero ella no me oía, y volvía con más ahínco a desplegar sus sufrimientos físicos y morales. Su testimonio me recuerda también el de seres que, transitando por el final de la vida, intentan disimular sus dolores, rehuyendo todo tratamiento analgésico y preguntándome, a veces, si habrían ya sufrido suficientemente para merecer un lugar en el paraíso.
Sorprende constatar hasta qué punto algunas personas parecen no existir sino a través del sufrimiento, como si este fuera una virtud: ¡Sufro, luego existo! Por supuesto, hay detrás de esto la perversa herencia sadomasoquista del cristianismo que hace apología del inevitable sufrimiento. Este dolorismo ancestral ha impregnado nuestra sociedad durante siglos, y forma parte hoy de nuestro patrimonio del inconsciente colectivo. Basta con observar a nuestro alrededor, para constatar que ninguna otra forma de vida sobre la tierra está tan angustiada como para complacerse de esta forma en lo que le hace daño.
Dos teorías se enfrentan: una pretendiendo que el sufrimiento es el único motor posible de crecimiento, y la otra afirmando que cada sufrimiento vivido es el síntoma de una disfunción profunda que puede ser curada, si es tratada en su raíz. La versión mortificante judeocristiana me atrae tanto como aquella, algo simplista, que sostiene que todo sufrimiento puede ser evitado desde el momento en que es comprendido y liberado. Todas estas bellas teorías las sostienen generalmente personas que nunca han visto de cerca el sufrimiento y que planean a bordo de sus ideales teológicos o esotéricos.
Por supuesto, el sufrimiento es inherente a nuestra condición terrestre. Aun cuando numerosos sufrimientos deriven directamente de nuestras actitudes y elecciones, no podemos evitar aquellos ocasionados por nuestras interacciones con el mundo exterior, así como las generadas por el simple hecho de ocupar un cuerpo físico que envejece. Pero lo que podemos cambiar es nuestra relación con el sufrimiento y nuestro apego a este. Pues, aunque no siempre tengamos conciencia de ello, el sufrimiento procura también algunas ventajas, y no pocas.
Numerosos son aquellos que utilizan su sufrimiento para llamar la atención, con el fin de asegurar una presencia, un sostén. Todos tenemos un recuerdo de la niñez en el que nos dejábamos mimar durante una enfermedad, o tras un accidente. Es pues, frecuente, que seres con falta de atención o de ternura cultiven su propio sufrimiento físico o moral con el fin de despertar compasión, pues, lo sabemos: estar bien en la vida no suscita más que un mínimo interés en el entorno, e incluso atiza a veces algunas envidias.
En nuestras creencias, hay ese condicionamiento profundo de que la felicidad conduce irremediablemente al sufrimiento. Así, oímos a menudo que el amor hace sufrir, porque el ser humano confunde el amor (que no puede generar el más mínimo sufrimiento) con sus distorsiones, que son el apego, la posesividad, las expectativas, el encerramiento, los celos… A fuerza de creer que todo placer se paga con sufrimiento, el ser humano termina por cogerle gusto, sintiendo que ya solo existe a través de él.
El sufrimiento atrae sufrimiento, y es difícil distanciarse de él, si lo hemos alimentado y cultivado desde la infancia. Cuando el sufrimiento se convierte en una opción de vida, la simple idea de renunciar a él pone en cuestionamiento la propia identidad. Si existo en calidad de ser sufriente, ¿cómo podría existir de otra manera? ¿Hay una vida posible en esta tierra más allá del sufrimiento? Cuanto más tiempo transcurre, más difícil se hace desapegarse de este cuerpo de sufrimiento que hemos alimentado y con el que durante tanto tiempo nos hemos identificado.
Nuestros sufrimientos son, en su mayoría, el fruto de la identificación con nuestra mente, que no deja de construir el futuro sobre la base de sufrimientos pasados, y ya sabemos hasta qué punto el ser humano es capaz de crear su propio infierno por pura anticipación. Y es que nuestra mente está en constante proyección, puesto que le parece imposible existir en el instante presente. Así, cuando nos centramos en el momento presente, evitamos dar vueltas a los sufrimientos pasados proyectándolos como hipotéticos sufrimientos futuros, pudiendo entonces frenar ese proceso inconsciente y destructivo que es el culto al sufrimiento.