La competición responde a la necesidad de ser reconocido, de demostrar las propias capacidades, la propia superioridad. La necesidad de competir es una forma de compensar la falta de confianza en uno mismo. Cuando comprendemos los verdaderos valores de la competición, esta deja de despertar interés.
En los orígenes del reino animal, la competición tenía su función, y estaba íntimamente ligada al instinto de supervivencia. Era una fuerza que permitía afrontar a las otras especies vivientes para seguir con vida. Pero hoy, entre los humanos, ¿cuál es el rol de la competición para ocupar un lugar tan preponderante en el mundo actual?
Además de una sociedad en la vanguardia de la tecnología, el ser humano ha edificado un sistema que solo puede funcionar sobre un profundo desequilibrio, extremadamente inestable. Para garantizar su nivel de vida, los países ricos deben explotar a los países pobres. Cuando estos se enriquecen, hay que encontrar necesariamente otras regiones del mundo que explotar. La verdad es que resulta totalmente imposible garantizar el confort sin explotar a los más desfavorecidos. Nuestra sociedad de futilidades ha sido edificada de esta forma, y debe pues sostener la miseria de numerosas regiones del globo para preservar todo aquello que considera necesario para su felicidad. Mira las etiquetas de tu ropa y la procedencia de tus bienes materiales. Unos pocos minutos bastarán para rendirte a la evidencia: La humanidad descansa sobre el mayor desequilibrio socio-económico de todos los tiempos.
Este nos lleva forzosamente a rivalizar, a entrar en competencia para estar del lado que creemos es el bueno. Hay pues que combatir para ganar. Para subir hay que pisar a otra persona. Para obtener un ascenso en la empresa hay que pasar por delante de nuestros colegas. El ser humano necesita pues sentirse seguro y paliar su falta de confianza rivalizando, y mejor que los otros.
Los primeros estragos empiezan al entrar en un sistema escolar elitista, donde se condiciona al alumno. Se preocupan poco de su riqueza interior, para inculcarle una materia a menudo poco atractiva e inútil, explicándole muy pronto que solo los mejores alcanzarán el éxito escolar. A través de los juegos y del deporte, le infunden el gusto por ganar haciendo perder a otros. Numerosos padres educan a su hijo como animal de carrera que ha de adelantar y avanzar para no malgastar su vida. La vida profesional toma el relevo y el ser humano así atrapado en esa triste ilusión de éxito y felicidad acaba pronto en decrepitud. El floreciente mercado de los antidepresivos lo demuestra.
Siempre he tenido una profunda aversión por todo lo concerniente a la competición. No juego nunca contra, sino con… La palabra “juego” es para mí sinónimo de diversión y no de competición. Tengo alergia a los deportes de grupo, por ejemplo, así como a los juegos de azar y de apuestas, como la lotería, casinos y otros juegos piramidales. Por nada del mundo desearía ganar a la lotería. El dinero que procura semejante ganancia representa la suma de todas las decepciones de los perdedores, y hacer fortuna a base de la decepción de los demás me entristecería infinitamente. Pero no hay por qué inquietarse… Nunca correré ese riesgo, ya que no juego.
En la escuela, yo era un alumno intrigante, y en los estudios, estaba más bien en la media, muy bueno cuando una asignatura me interesaba, pero algo más que minimalista cuando una rama me dejaba indiferente. En lo concerniente a los deportes de grupo, muy pronto empecé a hacer novillos, y los profesores, que se arrancaban los pelos conmigo, eligieron rápidamente cerrar los ojos ante mis ausencias antes que soportarme en un equipo.
Entré en la vida profesional con gran dedicación, y ocupé rápidamente una plaza de ingeniero nada más salir de la escuela de oficios. En dos años, mi salario se dobló. Levanté entonces mi propia empresa informática sin fortuna personal y sin bagaje universitario o comercial. Una vez más, me dediqué de pleno y lo conseguí, y de nuevo, sin aplastar a nadie. Contraté entonces a unas sesenta personas sin basarme en ningún momento en sus resultados escolares, sino por sensación.
Mi trayectoria demuestra, por un lado, que es posible tener éxito emprendiendo caminos totalmente distintos, y por el otro, que no es necesario entrar en competencia para alcanzar nuestros objetivos. La pasión y la voluntad han sido mis motores, no la competición.
La competición se alimenta a menudo del fanatismo. Los peores patinazos humanos se dan en los estadios, rodeando a dos equipos que se enfrentan, alimentando la agresividad, el odio, la violencia y a veces, la muerte. La competición es un signo de cobardía y de debilidad, es una forma solapada de intentar demostrar superioridad, con el fin de apropiarse egoístamente de un bien, de un empleo o de un estatus social.
Avanzar sin aplastar, triunfar sin ocupar el sitio de otra persona, centrar los propios valores en el corazón antes que en la cartera… ¡Todo ello es posible! Implica examinar nuestra forma de funcionar, para descubrir que las verdaderas riquezas de la vida no están limitadas o reservadas a una élite.