El ego es el “yo” que se expresa en cada uno de nosotros. Se lo evoca también como el “yo pensante” o “identificación con el yo”. Todo ser se enfrenta a esa parte sí mismo, más o menos dominante, que le proporciona una impresión de individualidad así como la ilusión de separación que de aquella se desprende. Pero el ego, que supuestamente nos permite evolucionar como seres encarnados, intenta a menudo apropiarse de la totalidad de las órdenes, a riesgo de acabar separándonos de lo esencial. Y así, la persona dominada por su ego no puede ya existir sino a través de él, olvidando su naturaleza profunda y el sentido de su paso por la tierra. Está como anestesiada en sus raíces, e incapaz como se siente de acceder a la felicidad y a la plenitud en su vida, se encuentra perdida en esa identidad ilusoria.
Por supuesto, el ego no es un enemigo que haya que combatir, puesto que forma parte integrante del ser humano que somos. ¡No hay forma de rescindir el alquiler y echarlo de patitas a la calle! Rechazarlo por considerarlo una tara sería la peor forma de intentar acallarle. Con él, la represión no funciona. Échalo, y volverá al galope, de forma sutil y disfrazada. El ego es fugaz, por lo que es necesario amaestrarlo con mucha paciencia. La observación consciente nos permite aceptarlo como la parte de uno que busca ser reconocida, sin que por ello sea “el comandante de a bordo”. Se trata de una tarea de cada instante, en la que se requiere mucha atención, puesto que el ego intenta siempre inmiscuirse sutilmente allí donde no tiene espacio. Para sobrevivir, tiene esa necesidad compulsiva de tomar el control.
Entre las numerosas barandillas a menudo citadas, la autoburla me parece la mejor forma de asegurarse de que nuestro ego no traspase su función primera. El humor suele dejarse a un lado en el contexto de los procesos personales, porque no es muy serio para muchas personas. Pero, ¿quién ha dicho que la vida sea seria? Tomarse en serio es, por cierto, la mejor forma de darle todo el poder al ego. No hay más que constatar que las personas egocéntricas son totalmente incapaces de reírse de sí mismas.
Aprender a reírnos de nosotros ayuda enormemente a vivir sin caer en el influjo dictatorial de esa identidad ficticia y limitante que el ego intenta constantemente construir. La autoburla disuelve en todo momento ese proceso desbordante que busca fragmentar y dividir para reinar. Cuando podemos reírnos de buen grado de nuestra condición física, de nuestras debilidades, cuando nos autorizamos a caricaturizar nuestros propios defectos, entonces estamos en plena conciencia de existir más allá de ese “yo pensante”. La autoburla es pues, a mi modo de ver, la mejor forma de amaestrar el ego y de contenerle suavemente en su propio rol.
Por supuesto, para reírnos de nosotros mismos no es necesario ningún talento de humorista, ninguna maldad o agresividad, sino únicamente la capacidad de burlarnos con ternura. Reírse de uno mismo no tiene nada de denigrante, es aportar solo un poco más de ligereza a la propia vida, previniéndonos así contra una toma de poder egoica. La autoburla confiere a la persona que la practica una forma de autenticidad, por cuanto borra la impresión de que pueda tener algo que perder u ocultar, lo que lleva inevitablemente a los demás a percibirla de forma más verdadera.