El amor, empezando por uno mismo

Yo no creo que podamos ofrecer a otros lo que no somos capaces de darnos a nosotros mismos. ¿Cómo podría una fuente vacía derramarse hacia afuera?

He aquí un tema que se hace presente en mi cotidianeidad,  cuando me cruzo en el camino de personas que están mal en su vida, y se esfuerzan por huir de forma más o menos consciente, volviéndose hacia otros, intentando “salvar el planeta”. A mi modo de ver, esta entrega de sí mismo unilateral solo puede saldarse con un agotamiento progresivo, una agria y profunda frustración…

Nuestro abultado pasado judeocristiano ha condicionado sin duda ampliamente a las generaciones que nos han precedido, condicionamientos que por otro lado hemos heredado a nuestra vez. Es evidente que ese pasado nunca ha incitado a las personas a cuidar de sí mismas, a hacerse bien, a nutrir de amor sus propias partes de sombra… De esta forma, el ser humano ha perdido poco a poco la capacidad de darse, y por tanto, de recibir. Todos los esquemas inculcados en este sentido por las religiones, a lo largo de los siglos, no han sido sino cebos que apuntaban a arrebatarle al ser humano su propia autonomía, su estima personal.

El amor es la esencia de la vida, está presente en cada ser, y busca, de un modo u otro, emanar hacia fuera.  Nuestras heridas y múltiples condicionamientos nos vuelven más o menos impermeables a este amor y cuando no somos capaces de percibirlo, de impregnarnos de él, concentramos toda nuestra energía en proyectarlo sobre otros, algo así como la imagen de una linterna oscura que tratara desesperadamente de iluminar lo que le rodea…

De esta forma, llegamos a decir “te quiero” a nuestros seres queridos sin haber experimentado nunca ese amor, y esperamos de ellos que nos devuelvan el mismo amor que somos incapaces de ofrecernos a nosotros mismos. La declaración emana entonces como una falsa nota, no como la expresión de un sentimiento vivo, sino como una proyección de nuestra mente, que intenta desesperadamente comprender el amor sustituyendo al corazón. Y así, lo que tomamos por amor es de hecho una forma de atadura condicional, de dependencia afectiva, de vínculo manipulador, de expectativa, de posesión, de confinamiento en la exclusión… Toda una paleta de desvíos y distorsiones que el ser impermeable puede gestionar intelectualmente, pero que no es, en definitiva, más que la sombra de lo impalpable.

Por ello, estoy íntimamente convencido de que hay que empezar por arrojar luz sobre nuestra casa antes de querer iluminar la de los vecinos. Cuanto más inunde esa luz nuestro propio hogar, tanto más podrá emanar de nosotros, incondicionalmente, sin esperar nada a cambio. Cuando nos sentimos plenos, se extingue la necesidad de esperar que otros se conviertan en nuestros camellos: ya no hay necesidad de buscarla afuera, puesto que cada uno se hace depositario de la misma.