¿Te has preguntado alguna vez qué quedará de ti al final de tu paso por la tierra? No hablo de recuerdos o huellas físicas, que inevitablemente terminarán por borrarse, pues incluso las construcciones más monumentales se convertirán, un día, en polvo, olvidadas de todos. El ego se complace a menudo en la ilusión de existir a través del surco que se esfuerza en trazar sobre la materia, como si este le concediera la inmortalidad. ¡Tanta energía vanamente desperdiciada en fijar lo impermanente!
Pero, ¿qué habrá de quedar sino las semillas que hayamos sembrado? Algunas enraizarán, sin reclamación de paternidad, sin certificado de origen. Como venidas de ninguna parte, florearán la vida de otros y la inspirarán en sus decisiones, en sus valores, sin que nosotros lo sepamos siquiera. Lo que emana íntegramente de nuestro corazón es puramente gratuito, anónimo e intemporal. Así, sin necesidad de darle una forma particular, el amor que ofrecemos sobrevive y se multiplica hasta el infinito, mucho más allá de nuestro paso…
El amor se siembra en cada instante, a través de un gesto, una palabra, una intención desinteresada, estemos solos o en compañía. No necesita una tierra específica ni continente en particular, ya que el amor envasado sería como un ataúd que pretendiera contener la vida. El amor es salvaje y adquiere sus formas más hermosas cuando no intentamos limitarlo a la exclusividad de una elección o de una relación.