Ningún proceso interno puede hacerse bajo anestesia general. Muchas personas buscan la facilidad a través de un guía, de un terapeuta, que con una varita mágica arreglaría todos sus problemas y sanaría todas sus heridas. Pero si estos son honestos, no pueden sino conducir al ser en proceso hasta el interior de sí mismo, acompañándole a explorar sus partes de sombras y sus propios obstáculos internos.
Todo camino de sanación, aun cuando se revele gratificante a su término, no tiene nada de cómodo en el momento. Requiere de mucho amor y de no-juicio. No se puede rechazar la parte oscura de uno mismo. No hay amputación posible, puesto que la sombra no existe como tal. No podemos pues combatirla ni rechazarla, sino solamente alumbrarla, tanto como sea necesario. Y es que, lo sabemos, para orientarnos durante la noche, es netamente más eficaz encender la luz que intentar expulsar la oscuridad.
Nuestras partes oscuran han de ser reconocidas y acogidas ante todo como partes heridas de nuestro ser, las cuales, por protección, se han encerrado y agazapado en la sombra. Piden también ser entendidas y exploradas… De ahí la incomodidad del proceso. Solo ellas poseen la clave de nuestra sanación. Intentar apartarlas o rechazarlas equivale a tirar por la ventana la llave de la estancia en la que estamos encerrados. No existe ninguna vía de sanación exenta de incomodidad.
No debemos, sin embargo, confundirla con sufrimiento. Y es que la incomodidad se vuelve sufrimiento en el momento en que le oponemos resistencia. Todo el arte está en osar sumergirnos, sin reservas, en esa incomodidad, sin identificarnos con nuestras partes de sombra: No soy colérico, pero percibo cólera. No soy celoso, pero experimento celos… Al tomar distancia, me convierto en observador de mis propios mecanismos, y de lo que estos inducen en mí. En esta observación no hay sufrimiento posible, ni juicio, tampoco. La herida es la que es. Yo no soy la herida, pero una parte de mí está afectada por ella y pide que se la alimente de amor.
Toda violencia contra nosotros mismos resulta vana. El autocastigo no tiene salida. Apartar nuestras zonas de sombra, condenándolas, solo puede conducir a la frustración y a la enfermedad. Cuando un aspecto de nosotros mismos nos desaliente, empecemos por mirarlo de frente, por darle voz, pues siempre tiene mucho que enseñarnos. Nutrirlo de amor no consiste, por supuesto, en avalarlo o justificarlo, sino en abrirle nuestro corazón incondicionalmente. Avanzar de forma auténtica hacia el encuentro de uno mismo es a la vez un acto de amor y un proceso valiente.
Nuestras manos, prolongaciones de nuestro corazón, son maravillosas tiritas que solo piden posarse allí donde reina la incomodidad. No hay necesidad de procesos mentales, de análisis, de comprensión, ni siquiera de emitir intención alguna. El niñito herido posa espontáneamente sus manos cuando se hace daño, porque no ha olvidado aún sus beneficios. El amor que nos damos así, de forma táctil, alivia, reconforta y sana, por cuanto es incondicional. Permite que la luz vuelva a alcanzar, poco a poco, las zonas oscuras, para de ese modo disiparlas, como el sol cuando se eleva e ilumina progresivamente el relieve que emerge de la sombra…