La noción de resistencia está muy presente en nuestra sociedad, donde se ve como virtuoso el oponerse al movimiento natural de la vida. Así, el ser humano se cree en el deber de controlar y dirigir absolutamente todo, gastando un exceso de energía en resistirse a todo cuanto la vida le presenta, empezando por el transcurso del tiempo. En lugar de encontrar su felicidad en lo que la existencia le ofrece aquí y ahora, se proyecta constantemente en acciones compulsivas, nadando a contracorriente, hasta el punto de que esa resistencia se convierte, para él, en un modo de funcionar, en una razón de ser: “Yo existo por la fuerza que opongo a lo que se presenta ante mí”. Nacen entonces el conflicto, la competición, el combate…
La vida es un gran río en el que estamos sumergidos desde el nacimiento, y la mejor forma de acomodarse a él es seguir su curso, a merced de las corrientes, con el fin de dejarnos sorprender y de contemplar todo cuanto se nos presenta en el trayecto. A esto se le llama “soltar”, paso ineludible para saborear plenamente el instante presente, el único momento, de hecho, que puede ser vivido, puesto que el pasado ya no existe y el futuro es improbable. De este fluir sin resistencia se desprende una paz indecible, sin vínculo con cualquier forma de pasividad.
En efecto, esta aceptación profunda (que no debe confundirse con la resignación o la sumisión) nos permite estar, en cada momento, en la acción correcta. A veces, incluso es posible permanecer muy activo mientras soltamos toda resistencia. Nuestra acción ya no está entonces planificada ni controlada por la mente que dirige, sino inspirada espontáneamente por la vida que fluye a través de nosotros. La acción no se hace ya por reacción, sino en armonía con lo que es. A la vez que nos deslizamos por el río, este fluye a través de nosotros, sin que le opongamos la menor resistencia. Ya no es el ego quien asume el mando del barco, para entrar en resistencia, sino simplemente la vida que se derrama en nosotros y que se expresa plenamente a través del ser que somos.
Toda resistencia es vana, porque tarde o temprano la corriente nos llevará allá donde vamos todos. La resistencia no genera más que sufrimiento, puesto que exige muchos esfuerzos inútiles que nos desconectan de nuestra propia realidad. Cuando luchamos a contracorriente, toda nuestra energía está invertida en ese combate estéril que termina por encerrarnos y desconectarnos de lo esencial, de todas las cosas maravillosas que la vida nos invita a descubrir. Todo empieza a volverse desgraciadamente banal e insípido; después, ya nada tiene sentido, y lo que concebíamos como vida no es ahora más que fatiga, sufrimiento y complicación.
Poco importa el punto donde nos hallemos en el río: en su nacimiento o incluso allí donde nos preparamos para unirnos con el océano. ¿Para qué intentar oponerse a este recorrido, cuando en realidad existimos más allá de este? ¿Por qué queremos frenarlo, en lugar de vivir plenamente cada instante? Nuestro viaje por el río no es un fin en sí mismo, sino únicamente una etapa. Por tanto, es mejor saborearla, tal como se presenta, sin resistencia. Aceptar, en cada momento, morir a lo que hemos sido un instante antes es la única forma de encontrar esa paz profunda a la que todos aspiramos, consciente o inconscientemente.
La paz interior solo es posible en la no-resistencia a lo que es.