¡Qué fenómeno tan natural, este de la curiosidad! Se piensa a menudo, y erróneamente, que se trata de un feo defecto. Para mí, la curiosidad desvela su sentido cuando se convierte en una herramienta de construcción y de exploración. La sana curiosidad está en la fuente de todo gran descubrimiento: es su motor. El niño, desde su nacimiento, se construye gracias a ella, preguntando, experimentando…
Pero la curiosidad, esa legítima sed de conocimiento y de comprensión, a menudo derrapa, para metamorfosearse sutilmente en nociva indiscreción, desviándose de sus motivaciones iniciales. El ser humano, sin un fin constructivo, se introduce entonces, cual intruso, en la esfera privada de otros, analizando, desmenuzando y elaborando numerosas suposiciones respecto de aquellos. Lo habrás deducido: esta distorsión de la curiosidad, consistente en volver la mirada hacia el exterior, es la mejor forma de huir de la propia realidad.
Si decidimos ingurgitar en grandes dosis un alimento adulterado y pre-masticado, compuesto de programas televisivos que apoltronan y de cierta prensa ávida de escándalos, perdemos rápidamente nuestras referencias, a la búsqueda de una realidad ficticia, deformada y desproporcionada que nos lleva totalmente hacia fuera de nosotros mismos. Las referencias, entonces, quedan lejos. Y acabamos alimentando divulgaciones cuyo origen ignoramos, pero que creemos, porque todo el mundo las alimenta. Poseemos, así, juicios fáciles acerca de todo, y llegamos a considerar el fracaso de “nuestro” equipo de fútbol como una catástrofe planetaria, ocultando de esta forma todos los problemas de la vida. ¡Como para ahogarse totalmente en ese charco pestilente! Muy alejado de toda realidad objetiva de este mundo.
Satisfaciendo esa forma envilecedora de curiosidad, alimentándola con ese maná tóxico, el ser humano evita enfrentarse a las preguntas fundamentales en las que está íntimamente implicado: La polución, los peligros de la carretera, y numerosas dependencias que matan infinitamente más que la gripe aviar, por ejemplo. Concentrarse en problemas ficticios o improbables que unos medios sedientos de audiencia alimentan con temores es la forma ideal de huir de las propias responsabilidades.
Por ejemplo, ¿te incita, habitualmente, la curiosidad, a:
… descubrir que la tierra ha tardado más de un año en producir, por sí sola, la cantidad de petróleo que necesita un avión de aerolínea para efectuar un trayecto de ida París-Nueva York?
¿O bien a:
… indagar y alimentar los comentarios picantes que circulan acerca de las extrañas costumbres de tus vecinos?
Para una clara mayoría, la segunda alternativa es mucho más tentadora, puesto que permite huir de las propias responsabilidades de ciudadano de la tierra, confiando ciegamente las grandes preguntas a los políticos, los cuales han sido elegidos por su habilidad para acariciar en el sentido del pelo y por su tendencia natural a la miopía cuando se trata de aprehender los próximos decenios. Y si uno de ellos recupera la vista y se vuelve molesto por su pertinencia, nos encargamos de excluirlo del sistema, cual chivo expiatorio. La humanidad parece dispuesta a todo, para renegar del muro contra el que arremete con ambos pies sobre el acelerador. Elige, por tanto, a sus dirigentes por su capacidad de expresar lo que tiene ganas de oír.
Una sana curiosidad nos trae irremediablemente de vuelta a nuestras responsabilidades, a la coherencia de nuestros actos, de nuestras conductas, y a la reflexión. ¡Ser sanamente curioso es ser responsable! Si el ser humano se refugia en esa forma estéril y nociva de curiosidad es porque se ve enfrentado a evidencias molestas que no quiere afrontar. Cuanto más nos acercamos al muro, más difícil resulta ignorarlo. Jamás en toda la historia se ha vislumbrado el futuro de la humanidad de forma tan corrupta e incierta. La tendencia actual, de ahogarse en la futilidad para escapar de la realidad, es pues muy comprensible; pero también es posible volver a centrarse y comportarse como ser responsable.
Así pues, sin juzgar este movimiento planetario, empecemos por reorientar nuestra energía y nuestra curiosidad, con el fin de abandonar todo cuanto no nos enriquezca; luego, interroguémonos acerca de las cuestiones fundamentales, con la espontaneidad y el deseo de descubrimiento de un niño. No tomemos la realidad de este mundo con gravedad, abordémosla lúdicamente, con liviandad, como un gran campo de experimentación lleno de desafíos. Somos parte activa de la misma, y en todo momento podemos cambiar de dirección. No seamos graves, no nos tomemos en serio, pero comprometámonos en este proceso con seriedad. Lo que en un primer momento puede resultar molesto, termina indudablemente por revelarse apasionante y fructífero.